miércoles, 30 de marzo de 2011

LUZ DE OTOÑO

MILCIADES AREVALO


       
“¡Le  bonheur! Sa dent douce a la mort..."
Rimbaud.

París, la ciudad tanto tiempo soñada... ¡Oh, la, la! Rostros anónimos, bulevares olorosos a légamo podrido, las bastillas de Sade, el Anticuario Universal, la historia de la literatura francesa por 5 francos, el agua empozada en los andenes, la inocencia del trigo verde en las escalinatas del Liceo Condercet, modelos africanas en las portadas de Vogue, vagabundos del alba, viajeros de todos los caminos...
    Mi viaje a París  significaba  un cambio en mi vida. No conocía la ciudad  y ya  soñaba  con  una especie de paraíso: ganar suficiente dinero, deambular  por diferentes latitudes, darme ciertos lujos, conocer gente importante, periodistas, artistas, ir al teatro, etc.
    Después de  cumplir con las formalidades de rigor, me entregaron las llaves de la habitación en la que iba a vivir por algún tiempo. Quedaba en el último piso de una pensión, que sin ser elegante era suficientemente cómoda, con todos los elementos necesarios: Una cama de bronce, una lámpara, el nochero, una silla turca, una mesa, un florero azul y un closet.  Desde el balcón  se  alcanzaban a divisar los tejados grises de Montparnasse, el humo de las chimeneas lejanas y las siluetas de los inmensos castillos feudales desdibujados por el tiempo.
    --¿Pour combien de temps serez-vous a Paris? –me preguntó el conserje cuando me disponía salir a la calle. 
    --Je ne le saias pas encore exactement...
    La bruma preludiaba un día de sorpresas en las páginas de los diarios, a la puerta de los cines, bajo los puentes del Sena, en los Campos Elíseos, en la plaza de San Sulpicio. Un nuevo mundo se extendía a mis pies, sensaciones jamás sentidas, colores crepitantes, los mil rostros de la dicha.  
    Recorrí los bulevares, conté las horas en los relojes, di vueltas en redondo. Especial atención me llamó Notre Dame, una catedral en tinieblas cuyas enormes columnas parecían  clavadas en el piso por un cíclope. Entré a buscar a Dios pero no lo hallé. Un minuto de silencio no habría bastado para expresar mi desolación. Volví a salir. Todo lo que encontraba a mi paso era cada vez más viejo e inhumano. Las calles permanecían atestadas de trovadores y golfas que cantaban o bailaban o  hacían trueques con puñados de sándalo, músicas de Arabia, olífonos y también libros, extraños y maravillosos de adoración y tormento. Preso de una honda  pena me pregunté  cuánto tiempo   estaría  dando vueltas en el mismo lugar buscando  a un tal Pierre  con quien iba a trabajar en un diario parisino. 
    Entré a un bar solemne y me senté a un lado de la ventana que daba a la calle. Pasaron dos árabes tocando flauta, un mimo enharinado, un niño con  un  globo rojo, un policía con un pan bajo el brazo, un anciano con un perro, un vendedor de canarios, una ambulancia haciendo bulla con la sirena, una anciana con un paraguas. Al ver tanta melancolía en el paisaje, pedí un parnod y saqué a  Vallejo del bolsillo y leí con infinita nostalgia:

     Hay  madre, un sitio en el mundo que se llama París.
      Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande...”.  
         
    Al poco rato entró una  muchacha rubia  de ojos azules, perfumada y fresca como si acabara de bañarse. Sus labios brillaban terriblemente rojos y tenía el aspecto de estar más sola que todo el mundo. Se sentó frente a mi mesa.  Pidió un moscatel y bebió con la misma indiferencia del que mira pasar un río que no sabe a dónde va. Puse la mirada sobre sus manos, de dedos largos y finos, en el collar que le colgaba del cuello, recorrí sus formas y caí abatido en el ruedo de su falda.
     Para quebrar  el silencio  que nos envolvía en una telaraña de inmovilidad parecida a esas pinturas de Dalí donde todo parece muerto y en perfecto orden, me acerqué a la chica y le pregunté:
     --¿Parlez-vous espagnol?
     --Je parle espagnol, monsieur.
     Le pregunté por Pierre, un reportero famoso de un diario parisino.  La chica  removió los laberintos de su magín. Una  bomba o algo parecido, había estallado en la sede del diario y Pierre había  muerto.
     Mis proyectos se difuminaban en medio del más terrible caos. Eran pequeñas burbujas que estallaban en el otoño de un París inhumano, absurdo, donde vivir  era tan prosaico como sacudirse el cabello. Sentí un sabor amargo en los labios, el vacío de la soledad bajo mis pies.

                “Me moriré en París con aguacero
                  un día del cual tengo ya el recuerdo…”

     La rubia terminó de tomarse el moscatel, apresuradamente. Se pintó los labios, se puso los guantes y  se enroscó la bufanda al cuello y se dispuso a partir. Le pregunté dónde la volvería a ver.
    --En la Opera Cómica --me dijo.   
    --Ouí, madame.   
    El café comenzó a llenarse de intelectuales, vendedores de paraísos artificiales, estudiantes y muchachas recónditas en busca de aventuras. Los neones comenzaron a chisporrotear y la noche de otoño envolvió los seres y las cosas. 
    Al regresar a la pensión, me acordé de Brando en esa triste escena de nostalgia frente a la ventana de su apartamento, con la música  del tango regada por el piso, mascando pan con mantequilla, los cabellos desordenados,  esperando a  una muchacha que no  volverá a ver jamás. Me dolía imitar a un solitario para no sentirme solo.  Y estando en medio esa inmensa  noche que es París, inmensa luz en la inmensa noche,  a la hora en que cantan los gallos y el viento no pasa, me quedé pensando,  no en las girándulas, ni  en las estrellas,  ni en  la luna,  ni en las estalactitas y estalagmitas sino en la  rubia de ojos azules. Toda ella era  mucho más hermosa que todas las mujeres juntas, pero sólo a ella quería  besarle  las tetas, el ombligo,  las nalgas, el  coño...

Dos meses después de estar a París, conseguí empleo en un periódico de farándula. Para cubrir la noticia de un estreno teatral en la “Opera Cómica” me enviaron a mí. No éramos más de 30 personas, entre las cuales estaba un arlequín, una colombina, un calvo de lentes ahumados, una rubia de pechos protuberantes, una monja mascando chiclets, dos viejas que parloteaban de modas y engaños, un cura y un mimo en las piernas de un señor de smoking. 
    El acomodador me condujo a una de las sillas de primera fila, al lado de una Desdémona que bostezaba con descaro. Nunca antes en mi vida había visto una escenografía tan insulsa. En el escenario se veían una pelota gigante de colores, un rinoceronte  de hule, dos sillas frente a frente, un pizarrón en un trípode en el que estaba escrito con tiza el nombre de la obra: La leçón,  y diversidad de objetos.
    Se oyó un timbre y se apagaron las luces de la sala. Minutos después  salió a escena un gordo de bigotes, de camisa blanca, corbata lila, pantalones y zapatos negros. Después de sentarse de manera correcta, entró a escena una muchacha vestida con una blusa blanca, falda de colegiala y medias tobilleras.
     “--¿Usted es… usted es la nueva alumna?” –le preguntó el gordo sorprendido.  
   “—No he querido retrasarme  –dijo la muchacha. Se sentó, cruzó las piernas con descaro y comenzó a morder la punta del lápiz que llevaba en la mano.
    “--¿Le ha sido difícil  encontrar mi casa? --Su voz cambio de tono. 
    “--De ningún modo. En este vecindario todos  le conocen.
    “—Hace treinta años vivo en esta ciudad. Usted no lleva mucho tiempo en ella… ¿Qué le parece?”
    “--No me desagrada. Es una ciudad linda, con un hermoso parque, un colegio de doncellas, un obispo, buenas tiendas, calles y avenidas…
    Después de casi una hora de diálogo, se oyeron unos débiles aplausos y cayó el telón.  A la salida del teatro encontré a la rubia de ojos azules deambulando entre los espectadores.
    --Tengo una botella de moscatel para ti.
    --¡Monsieur Alexandro! Vamos por ella –dijo  escandalosa y feliz.
   Tomé su mano, indefensa como un pájaro y salimos a la calle.  La ciudad parecía de niebla y silencio. Sobre los tejados se derramaba otoño bañando  de rocío las antenas de televisión, el aleteo de los pájaros nocturnos, las hojas que arrastraba el viento...
     Subió las escaleras de las pensión dos en dos, entró al baño, preguntó la hora, llamó a una amiga suya,  se tendió en la cama. Puse un disco, vacié el cenicero, busqué en la nevera unos cubos de hielo,  serví dos vasos de vino y brindamos por la dicha de habernos encontrado de nuevo y por los años que nos faltaban por vivir.
    --¿Por qué la gente no hace el amor a cada instante?  Andan vestidos todo el tiempo, siempre solos. Se acarician en soledad, bailan en soledad, nunca tienen tiempo de hacer el amor –dijo como si estuviera soñando. El silencio se hizo más patético, interrumpido de vez en cuando por el ruido lejano de algún auto devorando distancias.
    París estaba lleno de muchachas soñadoras, pero la chica de ojos azules  era un ángel y un demonio también. Parecía más mujer y sin embargo no era más que una chica de cabellos rubios  y un cuerpo insinuante bajo la falda.  Miré hacia el cielorraso, sin pensar en nada, como si el tiempo se hubiera detenido.
    Sus palabras seguían  cayendo sobre la cama, una detrás de otra, adormeciendo mis sentidos. Pensé en el mar. Una playa dorada, el cielo azul, veleros en el horizonte, la espuma. El  dolor pasaba de ser intenso y los zarpazos del deseo eran cada vez más profundos, pero yo no era un bisonte... 
     --No estoy borracha –dijo al terminar de beberse el último vaso de moscatel. Se  soltó el cabello,  se quitó la falda, las medias de seda, la minúscula prenda de seda que cubría su sexo y  pude verla desnuda en toda su plenitud....
     --¡Hazme algo, estúpido!  --me gritó al borde del delirio.  
     Comencé a chuparle  la  boca, los senos, las axilas, el  vientre, la hendidura de su  sexo, casi masticando, con rabia, sacudiendo su carne con mis dientes, murmurando palabras obscenas, mordiéndole la nuca, los hombros, el cuello, el culo  hasta hacerla mía. Era un deseo mío y de ella también. Me parecía un acto tierno y brutal al mismo tiempo. Los hombres podían repetir innumerables veces la misma historia pero siempre sería la misma. Eran las mismas parejas, el mismo movimiento, los cuerpos buscaban las mismas caricias, el mismo roce. En medio del mundo fornicaban dos desconocidos, solitarios, perdidos en una ciudad de espanto. Tal vez esto era el amor y el deseo a la vez, una ola que engullía la arena, un desierto de sal, la espuma lunar, un pez,  un  rito milenario, el desolado encuentro de la pareja humana.
    A la mañana siguiente se levantó, corrió las cortinas, le cambió el agua al florero, se puso carmín en las mejillas, se puso una peluca negra e hizo cosas sin importancia.
     --De ahora en adelante tu  soledad  será más grande que la mía –me dijo al salir.
    Abrió la puerta, bajó las escaleras y salió a la calle. La niebla de otoño  la fue desdibujando, y cuando cruzaba el puente, me pareció que emprendía el lento vuelo  de los que nunca regresan.        



sábado, 19 de marzo de 2011

EL FABRICANTE DE LA LLUVIA

Como el verano arreciaba insistentemente, Aurora no volvió a cantar ni a contarme cuentos. Como yo quería aprender todo lo que me hacía falta para cuando fuera  grande, le pregunté a Aurora cuándo iba a ponerme  en la escuela. Una escuela sin libros es una cosa bien triste, pero no hay cosa más triste que una escuela sin maestra.
     --En menos de lo que canta un gallo el municipio nos va a mandar una maestra.
    --¿Para qué sirve una maestra si tú lo sabes todo?
     --Mientras más cosas sepas, más cosas podrás contar después.  
    --¡Ay, madre! ¡Qué difícil es el mundo!
    El lunes siguiente al atardecer, "Pateperro" salió  a ladrarle a una señorita que venía por el camino arrastrando  un mundo  de cosas y una  jaula con un canario, que estaba a punto de estirar la pata. Alta, trigueña, de pelo negro y labios rojos. Era tan bonita que parecía todo,  todo menos una señorita. Después de mirarme de arriba abajo como si yo fuera un enano, me preguntó si había gallos en la vecindad.
    --Unos cuantos, nada más.
    --Ya deberían estar cantando  -dijo preocupada.
    Miré al cielo: no era hora para que los gallos cantaran.
   --Los gallos de por aquí cantan cuando les corresponde y no como en otras partes del país.
    --¿Cómo se llama la escuela?
    --“La Fuente”. La construyó mi papá para que nadie se quedara ignorante en la vereda, pero el municipio todavía no ha mandado la  maestra.
    --¡La Fuente del saber! Bonito nombre para una escuela –dijo y me pidió un jarro de agua para darle al canario. Le di tan poquita que ni siquiera  le alcanzó para mojarle las plumas.
     --¿Desde cuándo no llueve por aquí? –me preguntó preocupada.
     --Desde que se murió doña Abigail. Era la que nos enseñaba a destrabar la lengua.
     --Vamos a ver esa escuela –dijo.
    (En la escuela  no había ni una lámpara, ni una guitarra,  menos un libro, pero con una maestra era como si uno tuviera una luz, una canción y muchos libros).
     Los niños de la vereda al saber que había llegado la maestra  entraron  a la escuela  haciendo una bulla infernal. Y para que nuestra alegría  fuera completa, Rosamunda comenzó a enseñarnos a escribir  nuestro nombre con amor y a hacer cometas  para llamar a los vientos del agua. Si no llovió no fue porque fuéramos incrédulos sino porque era verano. ¡Verano! Las nubes pasaban rozando el techo de la escuela...
    Cuando arreció el verano el canario  se murió. Rosamunda se puso tan triste que no volvió a  pintarnos mariposas en el tablero ni a sumar en el ábaco ni a encender el fogón de su cocina, ni menos a sonreír cuando yo me convertía en gato y ronroneaba alrededor de su cama. Se puso tan triste, pero tan triste  que yo llegué a preocuparme.
    --Ojalá Gaspar se dé cuenta del verano  que estamos padeciendo   y venga a traernos la lluvia --me dijo una tarde enhebrando un collar de  lágrimas.
     --¿Y, si de pronto viene alguien  y se hace pasar por Gaspar?
    --Eso no va a suceder. Aunque vengan muchos que se parezcan a Gaspar, sólo él puede hacer llover.
      “--¡Oh, Dios! La maestra se volvió loca” --pensé.  
     Como  el verano arreciaba  con tanta intensidad  y Rosamunda era la única que sabía dónde vivía  el señor que era capaz de hacer llover sin tener que hacerle rogativas ni  quemarle pólvora como a San Isidro, le dije que fuéramos a buscarlo. Pero Gaspar vivía muy  lejos de la vereda, en un pueblo bruno que ni nombre tenía.
    --Contigo  soy capaz de ir hasta el mar –le prometí para que no volviera a llorar.     
    A la mañana siguiente partimos. Rosamunda se fue  adelante porque era la que conocía el camino, las cañadas, los cruces del sendero; yo iba detrás de ella siguiéndole los pisos, mirando a todas partes como un desorientado. Los montes lejanos reverberaban  a merced de la resolana, pero no se veía  nada que nos indicara para dónde íbamos. No  había  rastros de lagartijas ni  se movía una hoja. El aire estaba tan quieto que se podían oír los crujidos de las piedras, el tric, trac del pasto reseco; de vez  en cuando el aletear de un pájaro extraviado nos volvía a la realidad. Al declinar la tarde  comencé a preocuparme.
    --Es mejor devolvernos; ya parecemos un par de ánimas --le dije, pero ella ni siquiera me oyó por lo que pensé que tampoco ella sabía por dónde andábamos. Iba tan ocupada estaba recogiendo las flores resecas que encontraba en el camino.
    Era de noche cuando llegamos a un pueblo en tinieblas. Ni una tienda abierta,  ni siquiera a quién preguntarle nada. Todo estaba tan callado que parecía más triste, más bruno y polvoriento. En medio de tanta oscuridad, comenzamos a dar vueltas  alrededor de  un parque de flores tristes. Recorrimos las calles haciendo una bulla fenomenal,  para que al menos  los perros  salieran a ladrar,  y también para que la gente supiera  que habíamos llegado y nos atendieran de la mejor manera. Ni siquiera un alma se nos apareció. Rosamunda se puso  a llamar a Gaspar. El eco de su voz era lo único  que se oía en todo el pueblo. Tampoco. Nadie le respondió.
    --Me parece que no llegamos a ninguna parte –le dije.
    --Deben estar durmiendo –me consoló.
    --¿Qué vamos a hacer ahora? -le pregunté.
    Nos  sentamos en el corredor de  una fragua desvencijada que estaba a punto de llevársela el viento, a oír pasar el viento, a dibujar sombras en medio de las sombras, a esperar que amaneciera más temprano. La noche era tan negra que el cielo parecía más negro que otras veces. De vez en cuando  una estrella fugaz surcaba el horizonte, un perro ladraba en la distancia, crujía una puerta. Para no sentirme tan solo en medio de tanta oscuridad,  me puse a pensar  en Amalia. Lástima que el cura la hubiera vuelto pajarera, porque buena sí era. Tenía sus virtudes y sus defectos  como todas las mujeres, pero era la única que me dejaba jugar con su  gato, suave y peludito. Después pensé en Marcovaldo. Casi  nunca iba a la escuela porque tenía que  vender   espantapájaros para poder comer. Si no hubiera sido por los espantapájaros de Marcovaldo,  las golondrinas se hubieran comido el trigo que con tanto esmero había  sembrado mi papá. ¡Si señor!
    Era tanta la pensadora  que me fui quedando dormido y empecé a soñar una cantidad de cosas. La lengua se me fue poniendo tiesa y comencé a sentir las mismas cosas ricas que yo sentía cuando Amalia jugaba con su gato. Era  tanta la dicha que me pareció que había llegado la aurora, que los gallos comenzaban a cantar, que las campanas de la iglesia se echaban al vuelo,  que las flores resecas que Rosamunda había recogido por el camino volvían a perfumar mi olfato, pero todo eso duró menos que un instante.
    --Vámonos antes que empiece a llover –me dijo Rosamunda al levantarse. 
  --No juegues con la sed de los sedientos --le pedí.
     --No vas a decir lo mismo cuando veas llover --me dijo como si supiera hacer milagros. Fuimos al cementerio y dejamos sobre una tumba sin nombre  las flores secas.
   --¡Ay, Rosamunda!  ¡Ahora si nos llevó el mandingas!
  --Es mejor así para que nos duela menos –dijo.
    Cuando abandonamos el pueblo empezó a llover, tan torrencialmente que era como si camináramos por sobre el lomo de un río. A mí me dio miedo porque nunca había visto tanta lluvia, pero a Rosamunda  no le dio ni miedo ni nada de eso  y todo se lo atribuyó a Gaspar. Seguramente así era porque al llegar a la vereda todos los habitantes salieron a recibirnos como a unos héroes y hubo una fiesta que duró cinco días.
    Todos estábamos muy contentos celebrando la llegada del invierno, pero cuando le preguntaron  a Rosamunda por  Gaspar, comenzó a hablar al revés y tuvieron que llevársela para el pueblo  en un burrito que tenía alas en los pies.
                                                      Del libro Inventario de Invierno










LUZ DE OTOÑO

                                   “¡Le  bonheur! Sa dent douce a la mort..."
Rimbaud.

París, la ciudad tanto tiempo soñada... ¡Oh, la, la! Rostros anónimos, bulevares olorosos a légamo podrido, las bastillas de Sade, el Anticuario Universal, la historia de la literatura francesa por 5 francos, el agua empozada en los andenes, la inocencia del trigo verde en las escalinatas del Liceo Condercet, modelos africanas en las portadas de Vogue, vagabundos del alba, viajeros de todos los caminos...
    Mi viaje a París  significaba  un cambio en mi vida. No conocía la ciudad  y ya  soñaba  con  una especie de paraíso: ganar suficiente dinero, deambular  por diferentes latitudes, darme ciertos lujos, conocer gente importante, periodistas, artistas, ir al teatro, etc.
    Después de  cumplir con las formalidades de rigor, me entregaron las llaves de la habitación en la que iba a vivir por algún tiempo. Quedaba en el último piso de una pensión, que sin ser elegante era suficientemente cómoda, con todos los elementos necesarios: Una cama de bronce, una lámpara, el nochero, una silla turca, una mesa, un florero azul y un closet.  Desde el balcón  se  alcanzaban a divisar los tejados grises de Montparnasse, el humo de las chimeneas lejanas y las siluetas de los inmensos castillos feudales desdibujados por el tiempo.
    --¿Pour combien de temps serez-vous a Paris? –me preguntó el conserje cuando me disponía salir a la calle. 
    --Je ne le saias pas encore exactement...
    La bruma preludiaba un día de sorpresas en las páginas de los diarios, a la puerta de los cines, bajo los puentes del Sena, en los Campos Elíseos, en la plaza de San Sulpicio. Un nuevo mundo se extendía a mis pies, sensaciones jamás sentidas, colores crepitantes, los mil rostros de la dicha.  
    Recorrí los bulevares, conté las horas en los relojes, di vueltas en redondo. Especial atención me llamó Notre Dame, una catedral en tinieblas cuyas enormes columnas parecían  clavadas en el piso por un cíclope. Entré a buscar a Dios pero no lo hallé. Un minuto de silencio no habría bastado para expresar mi desolación. Volví a salir. Todo lo que encontraba a mi paso era cada vez más viejo e inhumano. Las calles permanecían atestadas de trovadores y golfas que cantaban o bailaban o  hacían trueques con puñados de sándalo, músicas de Arabia, olífonos y también libros, extraños y maravillosos de adoración y tormento. Preso de una honda  pena me pregunté  cuánto tiempo   estaría  dando vueltas en el mismo lugar buscando  a un tal Pierre  con quien iba a trabajar en un diario parisino. 
    Entré a un bar solemne y me senté a un lado de la ventana que daba a la calle. Pasaron dos árabes tocando flauta, un mimo enharinado, un niño con  un  globo rojo, un policía con un pan bajo el brazo, un anciano con un perro, un vendedor de canarios, una ambulancia haciendo bulla con la sirena, una anciana con un paraguas. Al ver tanta melancolía en el paisaje, pedí un parnod y saqué a  Vallejo del bolsillo y leí con infinita nostalgia:

 Hay  madre, un sitio en el mundo que se llama París.
 Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande...”.  
         
    Al poco rato entró una  muchacha rubia  de ojos lánguidos, perfumada y fresca como si acabara de bañarse. Sus labios brillaban terriblemente rojos y tenía el aspecto de estar más sola que todo el mundo. Pidió un moscatel  y se sentó a beber  con la misma indiferencia del que mira pasar un río que no sabe a dónde va. Puse la mirada sobre sus manos, de dedos largos y finos, en el collar que le colgaba del cuello, recorrí sus formas y caí abatido en el ruedo de su falda.
    Hice chasquear los dedos y llamé al mesero:
     --Garçon, ¿parlez-vous espagnol?
     --Je parle espagnol, monsieur.
     Le pregunté por Pierre.  El mesero removió los laberintos de su magín. Una  bomba o algo parecido, había estallado en la sede del diario y Pierre había  muerto.
     Mis proyectos se difuminaban en medio del más terrible caos. Eran pequeñas burbujas que estallaban en el otoño de un París inhumano, absurdo, donde vivir  era tan prosaico como sacudirse el cabello. Sentí un sabor amargo en los labios, el vacío de la soledad bajo mis pies.

“Me moriré en París con aguacero
 un día del cual tengo ya el recuerdo…”

     La rubia apagó el cigarrillo en el cenicero, con violencia.  Se pintó los labios, se puso los guantes y  se enroscó la bufanda al cuello dispuesta a partir. Me acerqué  y la saludé. Para quebrar  el silencio  que nos envolvía en una telaraña de inmovilidad parecida a esas pinturas de Dalí donde todo parece muerto y en perfecto orden,  le pregunté dónde la volvería a ver.
    --En la Opera Cómica --me dijo.  Desordenadamente buscó en su cartera una tarjeta  y me la entregó. 
    --Ouí, madame.   
    El café comenzó a llenarse de intelectuales, vendedores de paraísos artificiales, estudiantes y muchachas recónditas en busca de aventuras. Los neones comenzaron a chisporrotear y la noche de otoño envolvió los seres y las cosas. 
    Al regresar a la pensión, me dio por imitar a  Brando en esa triste escena de nostalgia frente a la ventana de su apartamento, con la música  del tango regada por el piso, mascando pan con mantequilla, los cabellos desordenados,  esperando a  una muchacha que no  volverá a ver jamás. Me dolía imitar a un solitario para no sentirme solo.  Y estando en medio esa inmensa  noche que es París, inmensa luz en la inmensa noche,  a la hora en que cantan los gallos y el viento no pasa, me quedé pensando,  no en las girándulas, ni  en las estrellas,  ni en  la luna,  ni en las estalactitas y estalagmitas sino en la  chica platinada de ojos azules, ¿cuándo la volvería a ver? Toda ella era  mucho más hermosa que todas las mujeres juntas, pero sólo a ella quería  besarle  el ombligo, las tetas,  el vientre, las nalgas, el  coño.

Dos meses después de llegar a París, el periódico local para el cual trabajaba, me envió a cubrir la noticia de un estreno teatral en la “Opera Cómica”. No éramos más de 30 personas, entre las cuales estaba un arlequín, una colombina, un calvo, una Desdémona de pechos protuberantes, una monja mascando chiclets, dos viejas que parloteaban más que unas cotorras, un cura y un mimo sentado en las piernas de un señor de smoking. 
    El acomodador me condujo a una de las sillas de primera fila, al lado de una rubia que bostezaba con descaro. En el escenario se veían un escritorio, dos sillas frente a frente,   un pizarrón en la pared en el que habían escrito con tiza: La leçón,  una pelota gigante de colores, un rinoceronte  rumiando yerbajos y diversidad de objetos. Nunca antes en mi vida había visto una escenografía tan insulsa.
    Se oyó un timbre y se apagaron las luces de la sala. Minutos después  salió a escena un gordo de bigotes, lentes ahumados, camisa blanca, corbata lila, pantalones y zapatos negros. Después de sentarse de manera correcta, entró a escena una muchacha de falda corta escocesa, medias zapotes y blusa blanca.
     “--¿Usted es… usted es la nueva alumna?” –le preguntó el calvo con voz aflautada.
   “—No he querido retrasarme  –dijo la muchacha. Se sentó delante del calvo, cruzó las piernas con descaro y comenzó a morder la punta del lápiz que llevaba en la mano.
    “--¿Le ha sido difícil  encontrar mi casa? --Su voz cambio de tono. 
    “--De ningún modo. En este vecindario todos  lo conocen.
    “—Hace treinta años vivo en esta ciudad. Usted no lleva mucho tiempo en ella… ¿Qué le parece?”
    “--No me desagrada ni mucho menos. Es una ciudad linda, agradable, con un hermoso parque, un colegio de doncellas, un obispo, buenas tiendas, calles y avenidas…
    Después de casi una hora de diálogo, se oyeron unos débiles aplausos y cayó el telón.  A la salida del teatro vi a Nadia. Apenas me susurró un “hola” impersonal y mecánico la invité a la pensión.
    --Tengo una botella de dubonet --le dije impersonal y patético.
    --¡Monsieur Alexandro! ¡C'est magnifique!  –dijo  escandalosa y feliz.
   Tomé su mano, indefensa como un pájaro y salimos a la calle.  La ciudad parecía de niebla y silencio. Sobre los tejados se derramaba otoño bañando  de rocío las antenas de televisión, el aleteo de los pájaros nocturnos, las hojas que arrastraba el viento.
     Al llegar a la pensión subió las escaleras de dos en dos, entró al baño, preguntó la hora, llamó a una amiga suya,  se tendió en la cama. Puse un disco, me quité las gafas, vacié el cenicero, busqué en la nevera unos cubos de hielo,  serví dos vasos de vino y brindamos por la dicha de habernos conocido y por los años que nos faltaban por vivir. Cuando Aznavour dejó a cantar “Eres muy bella”,  el silencio se hizo más patético, interrumpido de vez en cuando por el ruido lejano de algún auto devorando distancias.
    --¿Por qué la gente no hace el amor a cada instante?  Andan vestidos todo el tiempo, siempre solos. Se acarician en soledad, bailan en soledad, nunca tienen tiempo de hacer el amor –dijo.
    Parecía más mujer y sin embargo no era más que una chica de cabellos rubios  y un cuerpo insinuante bajo la falda.  París estaba lleno de muchachas, pero Nadia era un ángel y un demonio también. Miré hacia el cielorraso, sin pensar en nada, como si el tiempo se hubiera detenido.
    Sus palabras seguían  cayendo sobre la mesa, una detrás de otra, adormeciendo mis sentidos. Pensé en el mar. Una playa dorada, el cielo azul, veleros en el horizonte, la espuma. El  dolor pasaba de ser intenso y los zarpazos del deseo eran cada vez más profundos, pero yo no era un bisonte... 
     --No estoy borracha –dijo, escandalosa y feliz. Se  soltó el cabello,  se quitó la falda, la minúscula prenda de seda que cubría su sexo, todo y  pude verla desnuda en toda su plenitud:  los hombros, los senos, su diminuto ombligo perdido en la  inmensidad del vientre, su sexo,  sus nalgas sobre el alfombrado, mordiéndose los labios, acariciándose toda.  Se hería. Me decía palabras suavecitas como la seda  y se chupaba los labios  como si fueran de  almíbar.
     --¡Hazme algo, estúpido!  --me gritó al borde de las lágrimas.  
     --Petite faune --le dije. Comencé a besarle  la  boca, los senos, las axilas, el  vientre, su sexo, casi masticando, con rabia, sacudiendo su carne con mis dientes, murmurando palabras obscenas, mordiéndole la nuca, los hombros, el cuello, el culo  hasta hacerla mía. Era un deseo mío y de ella también. Me parecía un acto tierno y brutal al mismo tiempo. Los hombres podían repetir innumerables veces la misma historia pero siempre sería la misma. Eran las mismas parejas, el mismo movimiento, los cuerpos buscaban las mismas caricias, el mismo roce. En medio del mundo fornicaban dos desconocidos, solitarios, perdidos en una ciudad de espanto. Tal vez esto era el amor y el deseo a la vez, una ola que engullía la arena, un desierto de sal, la espuma lunar, un pez,  un  rito milenario, el desolado encuentro de la pareja humana.
    A la mañana siguiente se levantó, corrió las cortinas, le cambió el agua al florero, se puso carmín en las mejillas, se puso una peluca negra e hizo cosas sin importancia.
     --De ahora en adelante tu  soledad  será más grande que la mía –me dijo al salir.
    Abrió la puerta, bajó las escaleras y salió a la calle. La niebla de otoño  la fue desdibujando, y cuando cruzaba el puente, me pareció que emprendía el lento vuelo  de los que nunca regresan.        
Del libro de cuentos “Cálida Carne” (Inédito)