sábado, 19 de marzo de 2011

BUCEADORES DE IMÁGENES EN LA POESÍA COLOMBIANA


                                                                             A los viajeros del alba.


Millciades Arévalo y el poeta Raúl Gómez Jattin

Mi interés por la poesía, especialmente por la poesía colombiana, es muy remoto. La primera vez que tuve en mis manos un libro de poemas, las palabras despedían un casto olor alcanforado que me crispó los pelos.  Entre los poemas que nos dejó Julio Flórez (l867-l923), hay un reguero de brumas, lágrimas, cadáveres y bambucos que en noches  de luna y calles solitarias algún guitarrero se atrevía a cantar a su amada  con suma melancolía. En alguna de esas calles,  José Asunción Silva (l865-l896) hijo predilecto del modernismo, asomó la cabeza por la ventana de su habitación,  solemne y cargado de melancolía  dijo:
                  “¡La sombra! ¡Los recuerdos! La luna no vertía
                   allí ni un solo rayo... Temblabas y eras mí”.
.
    Bella época en la que una rosa era una rosa, y el poema un vaso santo. Lástima que el perfume de la rosa no alcanzó a perfumar su vida, porque cuando menos se esperaba se pegó un tiro en el corazón “porque le dio la gana”. La bala le atravesó el corazón, y según sus biógrafos y mentores, también le  atravesó el corazón a Elvira: ¡Oh, las sombras que se buscan y se juntan en las noches de negruras y de lágrimas...”  
    Años más tarde me encontré con la poesía que nos hacía falta para derrotar la bruma melancólica de los años anteriores. Si bien la obra poética de Porfirio Barba-Jacob (l883-l942), quien  podría considerarse un caso aislado en nuestra lírica, “va a influir de manera decisiva en la evolución de nuestra lírica” (l), y pero  son los poetas de la alegría los que trazan los derroteros de nuestra poesía actual: Ciro Mendía (l892-l979), Luís Carlos López (l883-l950), y Luís Vidales (l904-l990), risueño como un niño, “con un tacto  nuevo, tan nuevo que sorprendió a las cosas y a los hombres, lo que le permitió ser el único poeta de vanguardia, realmente, en nuestra historia. Superaba “Gotas Amargas” de José Asunción Silva, donde había menos poesía y muchas amarguras; superaba los antipoemas de Luís Carlos López, porque Vidales resultaba más afirmativo; le daba una respuesta diferente a la poesía romántica,  que sería la de León de Greiff   (l895-l976) –nuestro último gran romántico -, al capitalismo que nos invadía, e inauguraba el humorismo sano, fértil, inteligente, de buena gana, como la faceta más difícil de la poesía, sosteniéndolo como el instrumento temperamental más eficaz frente a una sociedad que era entregada en aras de su desarrollo al apetito extranjero. También daba comienzo, entre nosotros, a la llamada posteriormente poesía conversacional,  y sobre todo a la literatura urbana en su mejor dimensión, cosa que jamás se recuerda. Su ruptura provenía de la calle, del paraguas,  del barrio, del teléfono, del cine, de la cámara fotográfica, de los diarios, del reloj, del aeroplano, de todo cuanto iba a ser el Siglo XX” (2). Desde la aparición de “Suenan Timbres” hasta hoy, ningún otro poeta colombiano ha superado esa alegría y humor, perenne y permanente de Vidales,  quien haciendo sonar el nítido timbre de su voz, decía en l926:

                       “Pero el dulce muchacho de mi niñez
                         hace mucho tiempo se ha marchado
                         yo no sé para dónde”.

    Al sur, mucho más al sur, en un paraje edénico del universo, a la vuelta del solar natal, muy cerca del amor  fraterno y de la tierra generosa, renovado en pasión por el hombre y las cosas elementales, apareció Aurelio Arturo (l909-l974). Desde muy lejos traía entre sus manos la serenidad de los años, el aroma de la tierra fresca. Y traía también “Morada al  Sur”. “Marginal, discreto, la fluida y parca vena de agua de su poesía corre inextinguible: permanece” (3). Así  escribía, y también cantaba Aurelio Arturo:
                     En las noches mestizas que subían de la hierba
                       jóvenes caballos, sombras curvas, brillantes,
                      estremecían la tierra con su casco de bronce”

    Pero la poesía es un río sin orillas, nadie la detiene. “Se rejuvenece y se abre cuando abandona los cauces ya trazados y explora lo que otros poetas del mismo momento histórico están haciendo en el propio o en otros idiomas” (4). Tal es el caso de los poetas agrupados en torno a “Piedra y Cielo”: Arturo Camacho Ramírez, Eduardo Carranza, Jorge Rojas, y entre los de “Cántico”: Fernando Arbeláez, Fernando Charry Lara, Eduardo Mendoza Varela... Álvaro Mutis, el gran Álvaro, desde los hospitales de ultramar, suelta las amarras del velero y sale de viaje con Maqroll y descubre “una nueva poesía y una nueva crítica”, al decir de Andrés Holguín. Pasajero del mundo, habitante de hoteles derruidos y barcos oxidados por la soledad y el abandono, habitante de sórdidas pensiones, aún le quedaba tiempo de elevar una plegaria, casi un aullido de delirios como este reclamo, desgarrador y brutal:
                  “Ilumina el dormitorio del payaso, ¡Oh, señor!
      Fue como un presagio para lo que vendría después. Las  calles de las ciudades comenzaron a llenarse de hambrientos desplazados de su terruño, los cinturones de miseria hicieron su agosto y el dolor y la tristeza  parecían no tener fin: el pueblo se desbordó en rabia y apareció la violencia con su reluciente guadaña. La violencia engendró una de las peores crisis, en lo social y en lo estético, y los poetas que verdaderamente tenían mucho qué decirnos, marcados por el dolor, se fueron muriendo de patria... Jorge Gaitán Durán (l924-l962), por ejemplo, quien decía:

            “Suelo buscarme
             en la ciudad que pasa como un barco de locos por la noche”.

Milciades Arévalo con el poeta José Manuel Arango
    Y después se nos murió Eduardo Cote Lamus (l928-l964), y también Gonzalo Arango (l93l-l976), que no era “poeta” sino “profeta” de una aventura al servicio de lo maravilloso, El Nadaismo. Entre sus integrantes  más representativos estaban,  entre otros Amílcar U, Darío Lemos, Elmo Valencia, Eduardo Escobar, Armando Romero, Jaime Jaramillo Escobar, Jotamario Arbeláez y otros.
     Gonzalo Arango tuvo la osadía de rebelarse contra los moldes  imperantes en la sociedad y contra la estética de su tiempo. Con él salieron a las calles poetas de brujean y barba casposa, sin pelos en la lengua y comenzaron a  despotricar contra los gramáticos de la Academia y contra los intelectuales católicos. “Esto, unido al lenguaje procaz, las brillantes paradojas  y el rechazo a cualquier actividad burguesa productiva despertaron la curiosidad primero e inmediatamente después la difusión de sus ideas no sólo en el ámbito nacional sino también internacional” (5). Las fronteras fueron abiertas para darle paso al existencialismo criollo y al surrealismo, tanto que ebriedad ya no rimaba con castidad sino con Sartre y  el marqués de Sade –esteta del sufrimiento -, fue  tan cotidiano como cualquier peatón del aire. Era el tiempo del Jazz, de Brigitte Bardot, de iniciación a nuevos goces; la marihuana y la música tendieron los primeros puentes hacia el territorio del asombro, Pero ese territorio ya no era rural ni bucólico sino urbano, con olor a metal, a gasolina, a ropas tendidas en las terrazas. Mario Rivero (l935), ocupó el mejor lugar entre los poetas urbanos:

                            Entonces
                            era verano sobre el tiempo y las frutas
                            Los muchachos jugábamos
                            al fútbol
                            al bueno y al malo
                            en las tardes
                            con olor a azafrán
                            frente a la fábrica
                           donde yo iba a ser hombre”.

    Jaime Jaramillo Escobar (l932), tan lúcido como Heráclito, estudioso de los Proverbios, de Blake, de Whitman, de las Mil y una noches, “surgido en medio del apocalipsis nadaísta, se ha convertido así, paradoja última, en el autor de una obra que sin renegar del nadaismo lo prosigue en un nivel más alto y a la vez más profundo: el de la auténtica poesía” (6). Ahí están por  ejemplo “Los Poemas de la Ofensa”. En uno de sus poemas, Telegrama de Cuero, nos resuelve toda una noche de bodas:

            “Era el bazar del amor y los mozos disfrazados de gitanos
                       agitaban panderetas y pañuelos rojos
             en memoria de una gota de sangre”.

    Jotamario Arbeláez (l940), a su modo y de manera genial, rompe los lazos del sortilegio de la edad media de las vanguardias anteriores y su poesía “evoluciona y se hace vibrante, un tanto absurda y saltarina” al decir de Armando Romero o como lo advirtió Aldo Pelligrini en su Antología de la Poesía Viva Latinoamericana: “se sumerge en el surrealismo para arañar su propio cielo poético, aunque también aprende mucho de Altazor y de sus saltos al vacío, o del aluvión orgiástico de Henry Miller, ya que su obra vuelve mucho sobre sí mismo revisándose para inventarse públicamente” (7):

                                       “Dios creó el mundo
                                        Creo también todas las cosas
                                        Pero el poeta les nombre

                                       Le dijo Dios a Dios
                                       Al mundo mundo
                                       Le dijo cosa a cada cosa”

    Pero esta corriente poética no daba tregua, ni los movimientos poéticos tampoco y surge “La Generación Sin Nombre”, que entre sus integrantes estaba entre otros: Harold Alvarado Tenorio, Darío Jaramillo Agudelo,  Juan Gustavo Cobo Borda y unos cuantos más. Juan Gustavo Cobo, tratando de ser amable con el poetariado colombiano, les pregunta desde el fondo de un salón de té:
                   “Como escribir ahora poesía
                    por qué no callarnos  definitivamente
                    y dedicarnos a cosas mucho más útiles”.

    Sin embargo es Darío Jaramillo Agudelo (l947) quien mejor nos ilustra acerca de la “generación sin nombre”, y del tono generacional de la nueva poesía colombiana:
“Tu lengua, látigo sagrado, brasa dulce”
   Cuando se habla de la Generación sin nombre, se suele mencionar muy a la ligera el nombre de Miguel Méndez Camacho (1942). Grave error. Supo Miguel Méndez muy pronto que lo suyo era lo urbano, cantar la exaltación del momento, volver lo efímero perdurable. Si Rogelio Echavarría con “El Transeúnte”  los nadaistas ya habían abierto una nueva puerta de la poesía colombiana hacia una región desconocida para ella, lo coloquial, atreverse a cantar a una ciudad sin maquillaje, inventar una poética de lo sórdido y del milagro, fue con Mario Rivero quien con “Poemas Urbanos” le dio carta de ciudadanía a este nuevo registro, aspecto que sería de gran utilidad para el joven Méndez Camacho quien a su vez consideró que cualquier asunto, inclusive el más amargo y cruel, por antipoético que sea, puede alcanzar la estatua de la alta poesía”. (8)
                                        La caricia es culpable
                                          que te vuelvas gacela y amazona
                                          pantera en celo
                                          potra rebelde
                                          paloma quejumbrosa,

    Juan Manuel Roca (l946), que ya estaba grandecito para enfrentarse al poema, nos salió al paso con “La mujer que lava el agua”,  y comenzó a deslumbrarnos con el preciosismo de su magia surrealista de ambiente latinoamericano,  entremezclando  lecturas de ebriedad con  Rimbaud e   imágenes  oníricas  con formulas secretas de Tralk. A  partir de allí  la poética colombiana se despierta en otra cama y  Juan Manuel Roca  publica  “Fabulario Real”, donde dice cosas que sólo él ha visto  en sueños:
                   “El  colibrí era también otro temblor del aire”.
    “El arte de Juan Manuel está definido por la imagen, como responsable de la permanente transmutación de la realidad. Su poesía es un fabuloso ejercicio de la imaginación, no sólo como creador, sino también por la capacidad de su verso para someter al lector a las reglas fantásticas de su universo poético, que sin embargo nos remite siempre a lo bello o lamentable de nuestra condición de ciudadanos de la violenta realidad del sueño. El resultado de leer a Roca es el de quedarnos atrapados en la riqueza de posibilidades significativas de sus poemas, en la actualización de sus muchos sentidos. Es tan fuerte su mundo mágico, poderosamente imaginativo y onírico, tan visual y sensitivo, que uno podría olvidarse de que el poema está hecho de palabras cuando entra a ser habitante de un país surreal. Que sigue siendo el nuestro” (9)
        Después de Roca comienzan a aparecer poetas en todos los rincones del país, la mayoría  apenas con buenas intenciones, pero otros, muy pocos, con muchos  aciertos. Ya no se trataba de cambiar de oficio sino de reafirmarse en el oficio. Su verdad no era otra que la poesía y echaban llamaradas por la boca, incendiándonos. El porvenir comenzaba ahora mismo. Era como si los oficiantes del verbo se hubieran reunido en un concilio para delirar  por la belleza. José Manuel Arango, “desde su primer libro, desde su primer poema,  parecía estrenar un mundo e inaugurar un tono que serían, en adelante, inconfundibles. Lo melodioso de la versificación, asordinada, como si fuese un efecto natural de las palabras, los acentos casi disueltos en el fluir del verso, las aliteraciones sabiamente dispuestas y atenuadas para evitar toda estridencia. Desde el primer poema, unas constantes: temas, metros, acentos, imágenes. Cambia, si, Crece, asimilando, incorporando nuevas sustancias. Conserva el timbre, la calidez de una voz que conocemos y reconocemos, aun en los momentos en que ciertas urgencias de lo inmediato lo obligan a hablar de sangre, de torturas, de la muerte en la calle... La poesía de Arango no se torna protesta, si por tal se entiende una opinión expresada en verso acerca de la situación del país. Fiel a su poética, sus poemas son imágenes o relatos: aterradores, sin embellecimientos que disimulen la crueldad, sin sublimaciones. Su poesía surge, entonces, de lo preciso de la visión, de lo tenso del lenguaje. Y la protesta queda en los labios del lector, no en el texto del poema” (10).
     En medio de ese huracán  de poetas que pretendían dejar su huella en la década del 80, se oyó la voz de un fauno que vivía a la orilla del Sinú, componiendo versos delirantes, comiendo mango biche y que se la pasaba tirándole piedrecitas al  fondo del cielo. El acento visceral de su poesía era violento, tan corajudo y violento como él solo. Sus versos nos adentraban en su delirio rompiéndonos la brújula del destino. Iluminado como Rimbaud, loco como Artaud, sagrado como Blake. Hablo de Raúl Gómez Jattin (l946 -1997). No estaba afiliado a ninguna escuela ni creía en él mismo. Únicamente en la vida, si es que su vida pudo llamarse eso: una tragedia. Es cosa de volverse loco.  “La poesía me ha deparado locura, pobreza y soledad. Pero también me ha traído a mi vida ocio, amistad y gran alegría” me explicó una  tarde. Yo no sé por qué a veces la vida y la muerte nos parecen la misma cosa. ¡Yo no sé!
                                   Airoso en su galope
                                  levantó la mano armada
                                  hasta su sien
                                  y  disparó:
                                  suave derrumbe
                                  del caballo al suelo
                                  Doblado sobre un muslo
                                  cayó
                                  y sin un gemido
                                  se fue a galopar
                                  a las praderas del cielo

  Jaime Jaramillo Escobar, con la misma  sutileza de un jardinero de Dios,  celebró  los versos de Raúl  con estas encendidas  palabras que son  pura dinamita: “Eres el viento, eres un potrillo, eres el río que arrasa, no limitas con nada, no tienes cuñados en el cielo, no tienes participación en la bolsa de valores, eres un bruto, eres Atila, eres el mismísimo Adán, Dios en persona completamente loco deshojando bosques y tirándoles las hojas al aire, eres el ciclón, la barriga pelada, el escándalo furioso, todo lo que yo no soy ni hay aquí poeta que lo sea, eres el fauno, el unicornio, el centauro, el volcán, eres el putas!” (l1).
    “Los poetas que vienen después del auge del nadaismo y que comienzan a publicar sus primeros libros a fines de la década del 70, hablan de la generación sin nombre, la antipoesía, la poesía política, la poesía de la imagen y la poesía en prosa. La utilidad descriptiva de su clasificación alude más a influjos que al carácter específico de cada escritor. Mediante su lectura podríamos detectar el influjo de poetas tales como Cavafy, Borges, Octavio Paz, Lezama Lima, Ernesto Cardenal, Alejandra Pizarnik,  los surrealistas, los beatnik, la más reciente poesía latinoamericana, la vertiente latinoamericana del surrealismo, y un desdén inexplicable por la tradición poética española. Flotamos, entonces, en la luz, perdidos en el asombro de la dicha, incrédulos  de que la felicidad sea por fin  esa palabra  que podemos palpar como quien acaricia un cuerpo, tan resistente como vulnerable, tan fragmentario como único” (12).  
    A lo largo de este viaje por la poesía colombiana, he conocido a muchos poetas cuyas propuestas me asombran, entre otros  Giovanni Quessep, William Ospina,  Helí Ramírez, Víctor Manuel Gaviria, Raúl Henao,  Guillermo Martínez González, Rómulo Bustos, Fernando Linero, Horacio Benavides, Winston Morales Chavarro, Felipe García Quintero, Ramón Cote Baraibar, Juan Felipe Robledo  y muchos más. La poesía es como un pez  en  un espejo, una búsqueda incesante  que todos los días empieza.  Los que leen poesía con sentido crítico, a lo sumo pierden el tiempo porque la poesía  se debe leer como un canto.  Y el que no canta es que no es poeta o el pájaro está muerto.  A los malos poetas los veréis siempre en todas partes, hasta dando declaraciones por televisión.
        Guillermo Martínez González (l952), tan sereno como los versos de Aurelio Arturo, sonoro como la voz de un hombre solo vagando por los caminos de la noche,  hizo pública su “Declaración de amor a las ventanas”  (l98l), y esto dijo en uno de sus versos, solemnemente, como suelen ser los discursos cuando alguien  se gradúa de poeta:

                              “Bebiéndome la luna
                               ebrio de vinos nocturnos
                               yo el trasnochador
                               recorro la ciudad hasta el alba
                               comiendo fábulas en la sombra”.

    Cuando a Gabriel García Márquez le dieron el premio Nobel, lo mejor que pudo decir esa noche  en  que casi toda Colombia estaba en Suecia, fue su discurso en honor a la poesía. Porque todo lo que el hombre tiene de bestia y de humano está en la poesía. Porque todo lo creado y lo imaginado y aún lo soñado está en la poesía. El poeta  es un dios como Prometeo y también tan elemental como Francisco el hombre, capaz de  soñar un mundo a su medida, no para competir con Dios sino para dar testimonio de la vida, del cielo y del infierno, acrecentando la fantasía, haciendo más grato  el universo humano.  Porque sin poesía no hay mar y sin el aire el pájaro no vuela. Cuando el arte está domesticado no comunica ni crea nuevos mundos. La poesía toda debe servirnos  para completar la historia del hombre sobre la tierra.  El oficio del poeta es hacer verdadera poesía. Si bien es cierto que nuestro es un país de poetas,  la verdad es que no hay  tan buenos poetas como quisiéramos, pero los hay. Búsquenlos en la provincia, en las páginas de las revistas marginales de literatura y  en esos libritos que aparecen por ahí sin ganas de hacerle mal a nadie
     Otro punto muy importante que hay que destacar en la poesía colombiana, es la  existencia de una producción poética femenina, “particularmente valiosa no solo como actitud sino que ya se concreta en realizaciones apreciables”, como señala Juan Gustavo Cobo Borda. Ahí están  las voces inconfundibles de Emilia Ayarza, Laura Victoria, María Mercedes Carranza, Piedad Bonnet Vélez, Orietta Lozano, Beatriz Vanegas Athias, Lucía Estrada, Laurem Mendinueta, Ana Milena Puerta, Tallulah Flórez, etc. Resulta innecesario  nombrarlas a todas aquí, pero cada una va por el mundo con su poema a cuestas, con  su verdad, con su vanidad  y sus sueños entretejidos con telarañas y aburrimientos domésticos que nos ponen en contacto con una poesía muy particular, con nombre propio, más intensa y más viril, si se quiere, que la de tantos poemas supuestamente eróticos escritos por hombres. Veamos dos semblanzas:
    “La pirueta lírica de María Mercedes Carranza (l945) causa tanto asombro como desconcierto. Una amplia cultura se adivina detrás de estos versos sin bellezas formales pero con mucho talento unido a un evidente sentido poético. Realista, amarga a veces, con angustia real –contenida- ante la muerte, irónica –por contraste- ante las cosas cotidianas, ha sabido buscar una vena poética muy original, personalísima, Es muy auténtica en todo ello, incluso en su actitud ante el amor, que es en realidad nueva dentro de la poesía más reciente. También son auténticas su rebeldía, su insubordinación. Y, muy de cerca del nihilismo, se salva por su confianza en la amistad y en el amor” (13). 

                           Como si nada las personas van y vienen
                            Por las habitaciones en ruinas,
                            Hacen el amor, bailan, escriben cartas”.
   
    Orietta Lozano (l956), quien pacientemente ha venido ocupando un lugar honroso en la poesía colombiana, y más exactamente,  en la poesía erótica, toca la cotidianidad  de nuestras vidas con una sutil aprehensión erótica, como si temiera hacernos daño, pero está probado que el amor no hace daño, tampoco el erotismo. Orietta es transparente, así nos desbarate la razón. Lo ha demostrado  en  tres de sus poemarios: “Fuego Secreto”, “Memoria de los Espejos” y  “El Vampiro Esperado”, como también en su novela  “Luminar”. No sé si para entregarnos su cuerpo,  para gritar en la soledad de un cuarto vacío o para desbaratarnos el alma, dijo en uno de sus poemas:
                              “La noche vuelve secreta
                               a tentar mi cuerpo
                               me penetra lenta y suave
                               me abro
                               como una flor nocturna”.

      Octavio Gamboa, al referirse a la poesía de Orietta dice: “Ella busca su sitio en la luz, sin preocuparse por lo que pueda ocurrir más allá de la frontera de lo tenebroso. Por eso su poesía es elevada y sencilla al mismo tiempo, ilógica y clara, llena de seres transparentes y de oscuros gemidos nocturnos. Es una poesía que participa de todos los dones del cielo y de la tierra y, yo no diría que está más cerca de la felicidad que de la angustia” (l4).
    La poesía está en todas partes, lo dicen los  que viven a la orilla del mar y  los que viven en las altas montañas de los Andes.  Las voces de la poesía colombiana son tan múltiples como sus imágenes. No me corresponde  verificar el rumbo  ni nombrar a  sus creadores ni alabar sus aciertos o desmentir sus desaciertos,   sino tender un puente entre la poesía y los poetas,  para que la belleza y la vida sigan su curso.

Notas y Comentarios de:
(1) Holguín, Andrés. Antología Crítica de la Poesía Colombiana (Tomo I). Tercer Mundo Editores. Bogotá, l979.
(2) Peña Gutiérrez, Isaías. La Obreriada de Luís Vidales. (Prólogo) Lecturas Dominicales de El Tiempo.  Bogotá, Agosto l2 de l978.
(3) Cobo Borda, Juan Gustavo. Poesía Colombiana. Aurelio Arturo: La Palabra Original. Universidad de Antioquia. Medellín, l987.
(4) Cobo Borda, Juan Gustavo. Morada al Sur (Prólogo). Monte Ávila Editores. Caracas, l975.
(5) Cobo Borda, Juan Gustavo. Poesía Colombiana. El Nadaismo. Universidad de Antioquia. Medellín, l987.
(6) Cobo Borda, Juan  Gustavo. Poesía Colombiana. El Nadaismo. Universidad de Antioquia. Medellín, l987.
(7) Holguín, Andrés. Antología Crítica de la Poesía Colombiana (Tomo II). Tercer Mundo Editores. Bogotá, l979.
(8) Cote Baraibar, Ramón.(Prologo)  Instrucciones para la nostalgia de Miguel Méndez Camacho. Colección de poesía. Universidad Nacional, Bogotá, 2009.
 (9) Iriarte, Miguel,  Juan Manuel Roca,  Poeta de la Imagen. Suplemento Intermedio del Diario del Caribe, Barranquilla, Octubre 2 de l983.
(10) Jaramillo Escobar, Jaime. Carta a Raúl Gómez Jattin. Cereté. Sept l7 de l983.
(11) Jiménez P, David. Poemas Escogidos de José Manuel Arango (Prólogo). Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia, Medellín, l988.
(12) Holguín, Andrés. Antología de la Poesía Colombiana (Tomo II). Tercer Mundo Editores. Bogotá, l979.
(13) Gamboa, Octavio. La Poesía de Orietta Lozano, Periódico El Pueblo. Cali, Septiembre 27 de l983.
(14) Cobo Borda, Juan Gustavo. Poesía Colombiana (Prólogo). Universidad de Antioquia. Medellín, l987.

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