lunes, 7 de marzo de 2011

Manzanitas Verdes al Desayuno


Marcos Fabián Herrera Muñoz.
Periodista. Universidad Surcolombiana. Neiva.
La obra narrativa de Milcíades Arévalo representa un ejemplar caso de fidelidad a ciertas obsesiones temáticas, vitales y literarias. Sus relatos y novelas, nutridos de un holgado universo testimonial, aúnan un corpus que trasluce una vastísima miscelánea de vivencias, una autenticidad escritural fundada en la transparencia y verismo de sus personajes; y un modélico empleo de los tonos dialógicos, que deriva en una esencial poesía como rasgo principal de sus ficciones.  Libros de relatos como El Oficio de la Adoración e Inventario de Invierno,  y novelas como Cenizas en la Ducha, han eslabonado un mundo en el que el apremio de un estado que se sobreponga a la prosaica realidad, se convierte en una pertinaz pulsión, en una desenfrenada vocación transgresora.
    Su nuevo libro de cuentos, Manzanitas verdes al desayuno, atesora fisionomías sicológicas y apuestas existenciales que le son transversales a la obra. Tal unidad le confiere el carácter de cuaderno de viaje que testimonia una azarosa vida. El narrador, en un despliegue de exquisito recuento de bitácora de éxodos y mudanzas, protagoniza una continua afrenta a la ajada realidad, en la que el erotismo, la poesía y la turbación amatoria, buscan socavar el dique que blinda a la rutina. Ello explica lo avieso del amor en personajes como Azaria en el cuento Fuego de Luna y Erika en Todo Fue por Culpa del Amor. El refugio en el placer, es un antídoto que pulveriza la negación del sueño. Así, siempre que lo adverso se imponga, el amor se presentará como ensalmo y los viajes como el escape que remedia. Haroldo, prevenido y cauto cómplice del narrador, en una de las piezas que integran la obra, escasea en osadía, en actitud contrapuesta al descomunal ímpetu y valentía que porta el protagonista de cada uno de estos cuentos. En el bello y logrado texto Los colores de la Patria, una vez sucumbe la librería, una mujer gringa irrumpe como el abrasivo fármaco en el desespero. Y este otro atributo característico de este libro. Todas las mujeres (Lavinia, Ana Magdalena, Dinara, Alina,  Usina, Claudia, Azaria, Marcela, Marsolaire, Maritza, Dahara), al igual que los libros que con incomparable avidez se leen en algunos de los cuentos; exorcizan, transportan, reinventan y  alucinan: “Nuestra vida era un viaje en paracaídas, una caída interminable, un sueño. Deseé que así  fuera siempre, un sueño, pero eso no podía ser. Al llegar a mi casa me enteré de la muerte de mi hermana. No lloré al saberlo, ni tampoco en el funeral, ni durante la cremación, ni esa noche en la soledad de mi  habitación. ¡Las lágrimas no servían para un carajo! No eran más que una disculpa que no servía para remendar las heridas ni para abonar la tierra. La vida tenía que seguir. Marcela era mi luz en la oscuridad del mundo, la felicidad presentida, el amor que tanto buscaba. Ni la muerte ni los pálpitos de miedo ni el dolor que me agolpaba el alma a cada instante me importaban ya: ¡Estaba loco de amor!”. (Pág. 80 La Primavera en el Jardín). Esta concepción del amor, como ablución catártica, como rito expiatorio,   estrecha un fecundo parentesco con Simone, el personaje de la novela Historia del Ojo, del legendario francés Georges Bataille. La fantasía, en sus muchas derivaciones y vetas (hedonista, erótica, sádica, estoica, etc.) siempre fungirá como alternancia a la desdeñada y asfixiante rutina para implantar la fugacidad de lo utópico.  En Manzanitas Verdes al Desayuno, el taller literario, la carpa de circo, los puertos, los desvaídos hostales, las vestimentas concupiscentes, las fiestas de disfraces, las viejas librerías, la lascivia femenina y las salitrosas canoas, escenifican la implacable imprecación del hombre al tedio, la requisitoria de lo humano frente a la imperfección de la existencia: “A lo largo de mi vida había conocido mujeres maravillosas, pero con Dahara mi alma volaba hacia otro cielos plenos de luz donde el amor no era esa fría feria de vanidades cotidianas que los enamorados se encargaban de matizar con besos, lágrimas, dolores, ausencias, reproches y arrepentimientos. Mi vida era una mierda, pero al lado de Dahara me sentía humano, poseído por la poesía. Vestida parecía una niña; desnuda un poema. Sabía batir los huevos a punto de nieve, detestaba las arañas, cantaba con dolor y hacía el amor sin que le faltara ninguna tentación. ¡Qué días, qué noches, qué pétalos! Éramos dueños de todo sin tener nada. Dahara me amaba como si yo fuera su hijo y yo la amaba como si fuera mi madre y mi padre al mismo tiempo”. (Pág. 83 Noche de Disfraces). Pero, más allá de la verosimilitud ficcional que dota al libro , es el hálito de limpias y sublimes imágenes, el labrado tejido con la escritura poética, la que le conceden una distintiva atmosfera que ilumina su lectura con logradas y diáfanas metáforas de alada orfebrería lingüística. Súbitas viñetas que habitan las líneas de estos cuentos, concibiendo una prosa de abonado lirismo y de fructuoso alcance narrativo: “Yo también iba a morir. La belleza de la flor, el perfume del bosque, las glorias de los hombres, el amor, sus vanos sueños, todo moría. Los libros podían ser consumidos por el fuego, el agua o las polillas. Lo único eterno era el espíritu que los había engendrado”. La relación del hombre con el mundo, se establece siempre signada por una no saciada vaciedad metafísica, por una horadada concepción vital. Este desamparo, que se cristaliza en una reveladora sentencia aforística en el cuento En el camposanto, al lanzar el protagonista un reclamo ante su reciente orfandad por la muerte de su padre, señala de modo concluyente, los constantes agobios que pueblan toda la obra: “¡Pobre de mi padre! Desde niño me había adiestrado para cazar leones, pero no podía distinguir el incendio de mi soledad ni el de mi pena”.  
    Un absorbente y deleitoso libro, que en una sabía mixtura de crudeza, floración imaginativa  y aprobado dominio cuentístico, revitaliza un género infravalorado por la predecible industria editorial colombiana y confirma la vitalidad y madurez literaria de su autor.

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