lunes, 7 de marzo de 2011

ELLA NO VOLVIÓ

Milcíades Arévalo
“Yo quiero ser llorando el hortelano…”
Miguel Hernández
Llevábamos caminando un rato bien largo… Yo iba detrás de Aurora montado en un potro de palo y desde allí la miraba toda, con su pelo endrino, su figura magra, el vientre abultado, el pañolón. ¿Quién era yo? Un niño  que corría detrás de su madre jugando con el viento,  que la veía cruzar el puente  de un  río de aguas torrentosas y el pueblo.
    El pueblo no era nada  sino  una calle larga con sus tiendas de cara al río para que todo el que pasara por allí  entrara  a comprar algo y pudiera ver a los que pasaban en ese momento, es decir, mi madre y yo,  mirando la gente de allí toda orgullosa de su calle que era pueblo.  Mi madre no mirando hacia ninguna parte y yo mirando a todos lados, conociendo por primera vez esa calle larga que era un pueblo, sin darle crédito a las risas  de contento que salían de las tiendas sino a la voz del viento que cruzaba con nosotros el pueblo... Pero el pueblo ya no fue más pueblo cuando cruzamos  la estación  del ferrocarril,  la alameda y llegamos donde mi abuela, alta, de trenzas largas y mirada altiva. Mi sonrisa apenas la tocaba a la altura de la cadera.
    Mi abuela no dejaba de mirarme desde sus antiparras como pensando "éste chico es un demonio", mientras oía  las quejas de mi madre, las hambres que teníamos aguantadas  y las desgracias que nos golpeaban a diario. Mi madre se quejaba dándole golpes a  la mesa con los puños, digo yo, con rabia, aunque mi madre nunca tuvo nada de eso. ¡Yo lo sé!  ¡Yo lo sé! 
    Después de tomarnos una taza  de agua de panela  nos despedimos de mi abuela y yo seguí detrás de mi  madre montado en mi caballo  de palo. Me era casi imposible alcanzarla porque caminaba muy rápido, pero cuando finalmente la alcancé le mostré  un pajarito que encontré a la vera del camino.  Le pregunté por qué no volaba. Y le pregunté también qué era la muerte. Mi madre me miró con gran preocupación,  sin responderme siquiera, ¿para qué decirme cosas bien tristes?
    Mi madre iba a enviarme donde unos parientes para que les ayudara en las cosas que no saben hacer los niños, ¡pero bien demorados eran esos parientes! Al ver que  no estaban en la estación, mi madre  decidió que nos devolviéramos para la casa. Cuando ya habíamos andado la mitad del camino de vuelta, los vi venir envueltos  en las sombras del atardecer.
    --Madre, yo creo que esos que vienen allá  son mis parientes -le dije con temor a equivocarme porque ya era bien tarde, o mejor, el sol ya se estaba escondiendo detrás de los montes lejanos y temí por ella y también por mí.
    --¡La vas a pasar muy bien! –me dijo al despedirse.
    Le di un beso más triste que un adiós y me devolví con los parientes, mirando de vez en cuando el camino por donde iba mi madre tratando de aprovechar las últimas lucecitas del día. El cielo se oscurecía más rápido que su vestido negro, pero aún así la veía alejarse de mí, perderse entre las sombras como yo de ella, rumbo a  la estación donde bien pronto fueron las siete.
    Cuando el tren partió, mi madre comenzó a ser  un recuerdo entre mis recuerdos.
    Sería media noche cuando llegamos a un pueblo de paso. No había dónde quedarnos, pero una anciana  que parecía sonámbula nos acomodó  en una habitación donde había muchas personas acostadas en las esteras del piso. Todos debían estar muy cansados porque se fueron quedando  dormidos uno detrás de otro. Al día siguiente vendría el Obispo a bendecir la planta del alumbrado público, la oficina del telégrafo  y la bicicleta del policía. Por eso se fueron durmiendo presto: querían estar lúcidos y frescos, para asistir al día siguiente a los oficios religiosos. Eso pensé muchos años después porque esa noche no pude pensar nada, ni mucho menos dormir en esa habitación que tenía  una luz encendida,  para que nadie les robara sus cosas. Esa noche me quedé mirándolos dormir, a unos con la boca abierta, mostrando sus muelas podridas, sus dientes de oro, los pelos de sus barbas. Otros con los pies descalzos, sucios, harapientos, los dedos llenos de sabañones y niguas. Un niño en un rincón cuchicheando con una araña. Una pareja de recién casados, jadeando para  adentro, tratando de acoplarse sin desatar sospechas. Los demás roncando. Todos parecían unos muertos muy particulares. En fin...
     El resto de la noche estuve atento a la llegada del tren a la estación, oyendo pasar la voz del viento por entre las hendijas de las ventanas, los susurros de los enamorados debajo de las cobijas. Todo eso lo oí, hasta la llegada silenciosa del alba y de los buenos días.
    Ya era bien entrada la mañana salimos de la posada, pues nada teníamos que hacer allí. Éramos pasajeros ocasionales que habían  llegado a un pueblo de paso, a una estación sin nombre.
    --¡Llegó el Obispo!  ¡Llegó el Obispo! -chilló la anciana sonámbula y una manada  de noveleros corrió a la estación,  arrastrando de paso a mis parientes. Yo también me fui  con ellos, en mi caballo de palo  y con mi madre en mis recuerdos...
    El tren se detuvo en la estación, con su larga melena de humo negro y sus relucientes letras de bronce: Ferrocarriles Nacionales de Colombia. Parecía un demonio y un ángel también.
    El señor Obispo asomó la testa por la ventanilla. Yo  me bajé de mi caballo de palo y me quedé con los ojos puestos en su gorrita purpurina a punto de caérsele de la testa, en su crucifijo de oro más grande que todos los pecados del pueblo juntos, en los hilos dorados de su ropaje de seda, tan diferente al de los demás  mortales. Y ese olor casi celeste de su cuerpo. Y el tamaño de su barriga, más grande que la de  una vaca.
    --Confiteor Deo Omnipotentis... –dijo y comenzó a lanzarnos bendiciones de todos los tamaños.
    Cuando el señor Obispo descendió del tren diciendo cosas que nadie entendía, fue como si por primera vez en su vida pisara la tierra, el polvo, el barro. El cielo lucía resplandeciente y mi alma entera pedía  a gritos la gracia. ¿Cuál gracia? La gracia, en todo caso. Y llenos de ella nos fuimos detrás del padre santo, del padrón mayor, con el corazón abierto, los ojos puestos en la contemplación de ese ser transparente, sin mácula. El sacristán corriendo de esquina en esquina con el armonio para musicar el paso del señor Obispo, las campanas de la más alta torre anunciando la llegada del santo varón a las puertas de la iglesia aldeana.
    Los acólitos soltaron una bandada de palomas que empezaron a revolotear dentro de la iglesia, batiendo sus alas como palmoteos de cientos de ángeles. Poco después desaparecieron por un hueco del tejado, dejando sobre los feligreses una constelación de plumas.
    La ceremonia duró tanto que el Obispo comenzó a bostezar con renovado aliento, pausa que aprovecharon el Cura Párroco, el señor Alcalde, el Personero Municipal, las damas de la Congregación de María y las más notables  damas y personalidades del pueblo, para ofrecerle un asado de ternera y otras viandas exquisitas, muy acordes con su voraz apetito.
    Todo eso se alcanzó a oír por el altavoz de la parroquia.
    Como nosotros no éramos de ese pueblo fiestero, nos fuimos alejando de las pompas de este mundo y del asado de ternera y llegamos donde íbamos. Esa noche nos acostamos temprano porque no teníamos velas para alumbrarnos y también porque teníamos que madrugar a recoger la cosecha. Nunca volví a tener una noche como esa: monte, luciérnagas, una luna muy grande acaballada sobre un techo de estrellas y todos los ruidos y todas las voces de la tierra. Pero al  llegar la mañana todo cambió; también mi vida.
    Desayunaba yo sentadito en rincón del corredor. El sol venía mordiendo el alero de la casa y mi plato   de changua calientico sobre mis rodillas, pero un hombre apareció en el patio, tapándome el paisaje con su ruana.
    --Buenas les dé mi Dios –dijo a modo de saludo, y miró hacia la cocina, como buscando algún  conocido.
    --Buenas se las dé mi diosito... Siga no más que hay para todos --le respondió mi  tía Catalina.
    El hombre en vez de entrar a la cocina, se sentó en una tronca  que había en el corredor y se quedó mirándome, sin decirme nada pero como queriéndome decir algo, hasta que no aguantó más y  le dijo a los presentes:
    --¡Pobrecito éste muchacho! ¡Pobrecito!
    Después de desayunar se reunió  con mis parientes   y bien pronto los vi salir despavoridos a buscar ropas limpias y empezaron a llorar en coro, hasta que  no me aguanté más y les pregunté  qué estaba pasando.
    --¡Se murió su mamita, mijo! --me dijeron en coro.
   --¡Vístase rápido que hay que ir a coger la flota! –me afanó mi tía Catalina.
    El sol se vino detrás de nosotros, persiguiéndonos, alumbrando la tierra entera, hasta el mismo sitio de donde habíamos partido tres días antes. Al llegar al pueblo nos sentamos en las bancas del parque  a esperar, qué sé yo, que el tiempo pasara, que la vida siguiera igual, pero eso no podía ser. Algo impedía que fuera así, algo que se llamaba muerte.
    Poco después vi venir el cortejo fúnebre y a todos los que venían detrás del cortejo fúnebre. Mis hermanos me vieron o, mejor,  yo los vi a ellos y me alegré verlos de nuevo, pero estaban tan tristes que ni siquiera me saludaron. Mi madre iba dentro del ataúd,  pero yo la imaginaba diferente a nosotros. Era una muerta sin muerte. La gente lloraba, mis hermanos lloraban, todo el mundo lloraba. Yo no lloraba. Las campanadas de la iglesia tristes. Los pájaros debían estar por ahí, regados entre los árboles, igual que mis hermanos entre la gente  que iba   detrás del ataúd. Y yo mucho más oculto que todos, sin saber qué hacer. Lo que yo deseaba era ver a mi madre, pues pensaba que ella debía sentirse diferente estando muerta.
       El cementerio quedaba a un lado de la línea del ferrocarril, pero esa tarde no pasó ningún tren o no lo oí. De haberlo oído, tal vez yo hubiera sido feliz.
    Alguien levantó la tapa del ataúd para que todos vieran el rostro de mi madre por última vez. Yo también me empiné y la vi, más blanca que todas las azucenas, el rostro enjuto, la nariz recta, la placidez de un sueño, como si morir fuera igual que soñar. Después la metieron en el hoyo recién abierto y la taparon con tierra.
    Debo agregar que mi padre también estaba allí,  pero no tuvo tiempo de percatarse de mí sino hasta mucho después de haber concluido la ceremonia fúnebre. Cuando todos los  que nos acompañaban abandonaron el cementerio, me llevó a una tienda donde me compró un granizado de toronjil para que no llorara.
    Nueve días después del entierro, vinieron unos parientes lejanos a pedirnos disculpas y perdones por no haber asistido al entierro, pero ya no quedaba nadie más que se acordara de mi madre. Sólo yo y mis hermanos pequeños. Éramos los únicos que nos habíamos quedado esperando que mi madre regresara por algo que se le había olvidado, hasta que todos los días fueron iguales y ella no volvió  jamás.



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