“Era un hombre. Era un hombre, cada vez más grande,
cada vez más viejo…”
(José Trigo) Fernando del Paso
La claridad del día fue invadiendo la habitación donde Santiago aún continuaba soñando con un circo de verdad. Los muchachos de la escuela se aprovechaban de su inocencia para contarle cosas que podían ocurrir en otras partes del mundo y no bajo la carpa de un circo de pacotilla que había llegado al Cruce de los Vientos la semana anterior.
Todavía no terminaba de soñar todas las maravillas que vería tan pronto su papá vendiera el gallo, cuando Evangelina entró a la habitación secándose las manos con el ruedo de la falda y comenzó a cantar mientras trenzaba su pelo, largo y endrino. Era trigueña, menuda y bonita.
--¿Por qué estás cantando mamá?
--Para no acordarme de las necesidades por las que estamos pasando.
Santiago se levantó de la cama y se fue para la cocina a desayunar, una taza de agua de panela. Cuando Antenor llegó con el gallo, Evangelina se le quedó mirando y le dijo:
--No deberíamos vender el gallo.
--Es por culpa de los malos tiempos –le respondió Antenor, tratando de no acordarse de Don Odonicio: le mandó una cuadrilla de cuatreros para que le volvieran parva la cosecha que él con tanto esmero había sembrado. Antenor sacó valor de donde no lo tenía y se fue a quejar donde la autoridad. Don Odonicio, que era el dueño de medio mundo y también de su parcela, se rio de buena gana: él era la autoridad. Antenor empezó a tener pesadillas, a no dormir tranquilo, a desmoronarse. Lo único que le quedaba era el gallo que hoy iban a vender...
Ajustaron la puerta de la enramada y se fueron para el pueblo por un camino pedregoso y retorcido. Casi no hablaron durante el trayecto. Cada cual iba pensando cosas diferentes. Evangelina en que ya no volvería a oír cantar el gallo al levantarse. Santiago en conocer el circo, los payasos, las fieras y todo lo demás. Antenor sólo en vender el gallo a buen precio.
Cuando llegaron al pueblo, a Evangelina le pareció que habían llegado a otro pueblo y no al Cruce de los Vientos. A cada rato retumbaba un volador, las campanas de la iglesia no cesaban de repicar y el tricolor ondeaba como en las fiestas patrias. Para Santiago lo más bonito era el aviso del circo, con la lista de las ciudades que le faltaban para completar la vuelta al mundo.
Mientras Antenor vendía el gallo, Evangelina y Santiago se acercaron a la taquilla a preguntar por las boletas. Los cincuenta centavos que llevaba Evangelina, apenas le alcanzaban para comprarse un cucurucho de maíz tostado.
--¿Qué hacemos ahora? –preguntó Santiago, aferrado a las mallas de alambre.
--Esperemos que Antenor venda el gallo.
Había
Antenor avanzó entre la multitud tratando de vender el gallo a buen precio. Un enano albino le ofreció dos pesos; Antenor le dijo que prefería regalarlo. Una gorda descomunal que vendía fritos de maíz en la esquina de la plaza le dijo que un gallo no podía valer más que un chorizo. Un señor con mostachos de alfiler le dijo que se lo cambiaba por burro a rayas. Antenor le respondió que prefería una mula, pero en todo el pueblo no había una mula, sólo caballos viejos y burros tan acicalados que parecían recién nacidos. Una gitana le propuso cambiárselo por una sarta de abalorios de la buena suerte, pero en ese momento llegó Don Odonicio y comenzaron a oírse gritos de: “¡Viva Don Odonicio! ¡Viva!” ¡Viva el partido…! Cuando el redoblante dejó de tocar, don Odonicio subió las escaleras de la improvisada tarima que habían instalado en el atrio de la iglesia y comenzó a leer el mensaje de paz que el Presidente les había enviado a los pacíficos habitantes de la comarca. Súbitamente cantó el gallo.
--¡Arresten a ese sujeto para que aprenda a respetar la autoridad! –le ordenó a los policías que lo custodiaban.
Antenor aferró el gallo contra su pecho y echó a correr armando tal estropicio entre la multitud que la tarima donde Don Odonicio estaba leyendo el discurso se vino al suelo y una nube de polvo envolvió al señor cura, a las damas de la Congregación y los demás miembros de la comitiva.
Cuando Antenor llegó a las puertas del circo donde Santiago y Evangelina estaban esperando que salieran los payasos a darle de comer a las fieras, les dijo:
--¡Hoy no hay función!
Cuando regresaron su casa, Evangelina encendió la vela para espantar las sombras y entró a la cocina a preparar de cenar. Antenor se fue a encerrar el gallo en el corral.
Después de tomarse la sopa Santiago se acostó a recordar todo lo que había visto en el pueblo. De pronto oyó ladrar el perro, y mucho más luego el galopar de unos caballos. Santiago se asomó a la ventana pero no vio a nadie. La luna se desparramaba sobre la vereda con una blancura irreal. Con una luna así cualquiera podía tocar el rostro invisible de Dios.
--No tengas miedo; es el viento que pasa --le dijo Antenor, lo envolvió en las cobijas y apagó la vela.
Esa noche Santiago soñó varias veces con un circo de mentiras, sin fieras, sin payasos ni malabaristas. Después de tanto repetir el mismo sueño se quedó dormido.
Antes de que amaneciera, Antenor se levantó a buscar el gallo. Lo buscó detrás del lavadero, en el corral, alrededor de la casa, entre el sembrado de cebollas; lo buscó en la huerta y en los predios de la vecindad... Finalmente lo encontró donde menos lo esperaba, muerto debajo de su cama, en medio de un charco de sangre.
--¡Vámonos de esta tierra; aquí nadie nos quiere! --le dijo Evangelina.
Como Santiago había llorado bastantes lágrimas por un circo de mentiras en vez de para llorar ahora por un gallo muerto, ayudó su padre a empacar lo poco que tenían y, antes de que vinieran los capataces de Don Odonicio a acabar con ellos, abandonaron el lugar.
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