sábado, 19 de marzo de 2011

LUZ DE OTOÑO

                                   “¡Le  bonheur! Sa dent douce a la mort..."
Rimbaud.

París, la ciudad tanto tiempo soñada... ¡Oh, la, la! Rostros anónimos, bulevares olorosos a légamo podrido, las bastillas de Sade, el Anticuario Universal, la historia de la literatura francesa por 5 francos, el agua empozada en los andenes, la inocencia del trigo verde en las escalinatas del Liceo Condercet, modelos africanas en las portadas de Vogue, vagabundos del alba, viajeros de todos los caminos...
    Mi viaje a París  significaba  un cambio en mi vida. No conocía la ciudad  y ya  soñaba  con  una especie de paraíso: ganar suficiente dinero, deambular  por diferentes latitudes, darme ciertos lujos, conocer gente importante, periodistas, artistas, ir al teatro, etc.
    Después de  cumplir con las formalidades de rigor, me entregaron las llaves de la habitación en la que iba a vivir por algún tiempo. Quedaba en el último piso de una pensión, que sin ser elegante era suficientemente cómoda, con todos los elementos necesarios: Una cama de bronce, una lámpara, el nochero, una silla turca, una mesa, un florero azul y un closet.  Desde el balcón  se  alcanzaban a divisar los tejados grises de Montparnasse, el humo de las chimeneas lejanas y las siluetas de los inmensos castillos feudales desdibujados por el tiempo.
    --¿Pour combien de temps serez-vous a Paris? –me preguntó el conserje cuando me disponía salir a la calle. 
    --Je ne le saias pas encore exactement...
    La bruma preludiaba un día de sorpresas en las páginas de los diarios, a la puerta de los cines, bajo los puentes del Sena, en los Campos Elíseos, en la plaza de San Sulpicio. Un nuevo mundo se extendía a mis pies, sensaciones jamás sentidas, colores crepitantes, los mil rostros de la dicha.  
    Recorrí los bulevares, conté las horas en los relojes, di vueltas en redondo. Especial atención me llamó Notre Dame, una catedral en tinieblas cuyas enormes columnas parecían  clavadas en el piso por un cíclope. Entré a buscar a Dios pero no lo hallé. Un minuto de silencio no habría bastado para expresar mi desolación. Volví a salir. Todo lo que encontraba a mi paso era cada vez más viejo e inhumano. Las calles permanecían atestadas de trovadores y golfas que cantaban o bailaban o  hacían trueques con puñados de sándalo, músicas de Arabia, olífonos y también libros, extraños y maravillosos de adoración y tormento. Preso de una honda  pena me pregunté  cuánto tiempo   estaría  dando vueltas en el mismo lugar buscando  a un tal Pierre  con quien iba a trabajar en un diario parisino. 
    Entré a un bar solemne y me senté a un lado de la ventana que daba a la calle. Pasaron dos árabes tocando flauta, un mimo enharinado, un niño con  un  globo rojo, un policía con un pan bajo el brazo, un anciano con un perro, un vendedor de canarios, una ambulancia haciendo bulla con la sirena, una anciana con un paraguas. Al ver tanta melancolía en el paisaje, pedí un parnod y saqué a  Vallejo del bolsillo y leí con infinita nostalgia:

 Hay  madre, un sitio en el mundo que se llama París.
 Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande...”.  
         
    Al poco rato entró una  muchacha rubia  de ojos lánguidos, perfumada y fresca como si acabara de bañarse. Sus labios brillaban terriblemente rojos y tenía el aspecto de estar más sola que todo el mundo. Pidió un moscatel  y se sentó a beber  con la misma indiferencia del que mira pasar un río que no sabe a dónde va. Puse la mirada sobre sus manos, de dedos largos y finos, en el collar que le colgaba del cuello, recorrí sus formas y caí abatido en el ruedo de su falda.
    Hice chasquear los dedos y llamé al mesero:
     --Garçon, ¿parlez-vous espagnol?
     --Je parle espagnol, monsieur.
     Le pregunté por Pierre.  El mesero removió los laberintos de su magín. Una  bomba o algo parecido, había estallado en la sede del diario y Pierre había  muerto.
     Mis proyectos se difuminaban en medio del más terrible caos. Eran pequeñas burbujas que estallaban en el otoño de un París inhumano, absurdo, donde vivir  era tan prosaico como sacudirse el cabello. Sentí un sabor amargo en los labios, el vacío de la soledad bajo mis pies.

“Me moriré en París con aguacero
 un día del cual tengo ya el recuerdo…”

     La rubia apagó el cigarrillo en el cenicero, con violencia.  Se pintó los labios, se puso los guantes y  se enroscó la bufanda al cuello dispuesta a partir. Me acerqué  y la saludé. Para quebrar  el silencio  que nos envolvía en una telaraña de inmovilidad parecida a esas pinturas de Dalí donde todo parece muerto y en perfecto orden,  le pregunté dónde la volvería a ver.
    --En la Opera Cómica --me dijo.  Desordenadamente buscó en su cartera una tarjeta  y me la entregó. 
    --Ouí, madame.   
    El café comenzó a llenarse de intelectuales, vendedores de paraísos artificiales, estudiantes y muchachas recónditas en busca de aventuras. Los neones comenzaron a chisporrotear y la noche de otoño envolvió los seres y las cosas. 
    Al regresar a la pensión, me dio por imitar a  Brando en esa triste escena de nostalgia frente a la ventana de su apartamento, con la música  del tango regada por el piso, mascando pan con mantequilla, los cabellos desordenados,  esperando a  una muchacha que no  volverá a ver jamás. Me dolía imitar a un solitario para no sentirme solo.  Y estando en medio esa inmensa  noche que es París, inmensa luz en la inmensa noche,  a la hora en que cantan los gallos y el viento no pasa, me quedé pensando,  no en las girándulas, ni  en las estrellas,  ni en  la luna,  ni en las estalactitas y estalagmitas sino en la  chica platinada de ojos azules, ¿cuándo la volvería a ver? Toda ella era  mucho más hermosa que todas las mujeres juntas, pero sólo a ella quería  besarle  el ombligo, las tetas,  el vientre, las nalgas, el  coño.

Dos meses después de llegar a París, el periódico local para el cual trabajaba, me envió a cubrir la noticia de un estreno teatral en la “Opera Cómica”. No éramos más de 30 personas, entre las cuales estaba un arlequín, una colombina, un calvo, una Desdémona de pechos protuberantes, una monja mascando chiclets, dos viejas que parloteaban más que unas cotorras, un cura y un mimo sentado en las piernas de un señor de smoking. 
    El acomodador me condujo a una de las sillas de primera fila, al lado de una rubia que bostezaba con descaro. En el escenario se veían un escritorio, dos sillas frente a frente,   un pizarrón en la pared en el que habían escrito con tiza: La leçón,  una pelota gigante de colores, un rinoceronte  rumiando yerbajos y diversidad de objetos. Nunca antes en mi vida había visto una escenografía tan insulsa.
    Se oyó un timbre y se apagaron las luces de la sala. Minutos después  salió a escena un gordo de bigotes, lentes ahumados, camisa blanca, corbata lila, pantalones y zapatos negros. Después de sentarse de manera correcta, entró a escena una muchacha de falda corta escocesa, medias zapotes y blusa blanca.
     “--¿Usted es… usted es la nueva alumna?” –le preguntó el calvo con voz aflautada.
   “—No he querido retrasarme  –dijo la muchacha. Se sentó delante del calvo, cruzó las piernas con descaro y comenzó a morder la punta del lápiz que llevaba en la mano.
    “--¿Le ha sido difícil  encontrar mi casa? --Su voz cambio de tono. 
    “--De ningún modo. En este vecindario todos  lo conocen.
    “—Hace treinta años vivo en esta ciudad. Usted no lleva mucho tiempo en ella… ¿Qué le parece?”
    “--No me desagrada ni mucho menos. Es una ciudad linda, agradable, con un hermoso parque, un colegio de doncellas, un obispo, buenas tiendas, calles y avenidas…
    Después de casi una hora de diálogo, se oyeron unos débiles aplausos y cayó el telón.  A la salida del teatro vi a Nadia. Apenas me susurró un “hola” impersonal y mecánico la invité a la pensión.
    --Tengo una botella de dubonet --le dije impersonal y patético.
    --¡Monsieur Alexandro! ¡C'est magnifique!  –dijo  escandalosa y feliz.
   Tomé su mano, indefensa como un pájaro y salimos a la calle.  La ciudad parecía de niebla y silencio. Sobre los tejados se derramaba otoño bañando  de rocío las antenas de televisión, el aleteo de los pájaros nocturnos, las hojas que arrastraba el viento.
     Al llegar a la pensión subió las escaleras de dos en dos, entró al baño, preguntó la hora, llamó a una amiga suya,  se tendió en la cama. Puse un disco, me quité las gafas, vacié el cenicero, busqué en la nevera unos cubos de hielo,  serví dos vasos de vino y brindamos por la dicha de habernos conocido y por los años que nos faltaban por vivir. Cuando Aznavour dejó a cantar “Eres muy bella”,  el silencio se hizo más patético, interrumpido de vez en cuando por el ruido lejano de algún auto devorando distancias.
    --¿Por qué la gente no hace el amor a cada instante?  Andan vestidos todo el tiempo, siempre solos. Se acarician en soledad, bailan en soledad, nunca tienen tiempo de hacer el amor –dijo.
    Parecía más mujer y sin embargo no era más que una chica de cabellos rubios  y un cuerpo insinuante bajo la falda.  París estaba lleno de muchachas, pero Nadia era un ángel y un demonio también. Miré hacia el cielorraso, sin pensar en nada, como si el tiempo se hubiera detenido.
    Sus palabras seguían  cayendo sobre la mesa, una detrás de otra, adormeciendo mis sentidos. Pensé en el mar. Una playa dorada, el cielo azul, veleros en el horizonte, la espuma. El  dolor pasaba de ser intenso y los zarpazos del deseo eran cada vez más profundos, pero yo no era un bisonte... 
     --No estoy borracha –dijo, escandalosa y feliz. Se  soltó el cabello,  se quitó la falda, la minúscula prenda de seda que cubría su sexo, todo y  pude verla desnuda en toda su plenitud:  los hombros, los senos, su diminuto ombligo perdido en la  inmensidad del vientre, su sexo,  sus nalgas sobre el alfombrado, mordiéndose los labios, acariciándose toda.  Se hería. Me decía palabras suavecitas como la seda  y se chupaba los labios  como si fueran de  almíbar.
     --¡Hazme algo, estúpido!  --me gritó al borde de las lágrimas.  
     --Petite faune --le dije. Comencé a besarle  la  boca, los senos, las axilas, el  vientre, su sexo, casi masticando, con rabia, sacudiendo su carne con mis dientes, murmurando palabras obscenas, mordiéndole la nuca, los hombros, el cuello, el culo  hasta hacerla mía. Era un deseo mío y de ella también. Me parecía un acto tierno y brutal al mismo tiempo. Los hombres podían repetir innumerables veces la misma historia pero siempre sería la misma. Eran las mismas parejas, el mismo movimiento, los cuerpos buscaban las mismas caricias, el mismo roce. En medio del mundo fornicaban dos desconocidos, solitarios, perdidos en una ciudad de espanto. Tal vez esto era el amor y el deseo a la vez, una ola que engullía la arena, un desierto de sal, la espuma lunar, un pez,  un  rito milenario, el desolado encuentro de la pareja humana.
    A la mañana siguiente se levantó, corrió las cortinas, le cambió el agua al florero, se puso carmín en las mejillas, se puso una peluca negra e hizo cosas sin importancia.
     --De ahora en adelante tu  soledad  será más grande que la mía –me dijo al salir.
    Abrió la puerta, bajó las escaleras y salió a la calle. La niebla de otoño  la fue desdibujando, y cuando cruzaba el puente, me pareció que emprendía el lento vuelo  de los que nunca regresan.        
Del libro de cuentos “Cálida Carne” (Inédito)



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